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Título: El resurgir de la esvástica
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Copyright © 2008
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Dedicatoria
Dedico este
libro a todos aquellos que aman la verdad. Presento este libro como homenaje a
aquellos que han escapado y escaparán de las garras de Roma. A aquellos ex –
sacerdotes que por defender la verdad han sido atropellados, atacados, perseguidos
y calumniados. Dedico este libro a aquellos creyentes verdaderos que han
sufrido la persecución, la murmuración, la conspiración y la muerte infligida
por los enemigos del evangelio. Dedico este libro como homenaje póstumo al ex –
jesuita Alberto Rivera.
Capítulo 4 Advertencia de una catástrofe
Capítulo 5 La autoridad del dragón
Capítulo 8 Señales y prodigios
Capítulo 10 Monstruos de aluminio
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Capítulo 1
El pordiosero
Ciudad de
Nueva York
Año 1985
4:00 p.m.
En aquella calurosa
tarde del mes de mayo, en el viejo apartamento en New York se escuchaba el alto
volumen del televisor. Christopher Borazzo, el joven profesor de antropología
enseñaba en la universidad y tenía la costumbre de llegar de su trabajo y antes
que nada encendía el aparato para escuchar las noticias mientras se preparaba
algo ligero de comer para ocuparse en sus planes de trabajo. La carne al vapor
estaba casi lista y el olor se desplazaba por todo el apartamento mientras la
noticia se dejaba oír:
“D.A.R.P.A.,
la agencia del Pentágono responsable por el desarrollo de nueva tecnología
militar está subsidiando un adelantado microchip injertable en humanos. Esta maravillosa
tecnología puede ser de gran adelanto social en especial para las personas
incapacitadas que han perdido funciones corporales. Según el profesor Warwick,
uno de los pioneros en experimentar esta tecnología, asegura que por medio de
la colocación de colecciones de micro electrodos múltiples, por sus siglas
MMEA, que hacen posible la conexión del cerebro o el sistema nervioso central a
una computadora o chip de implante que por medio de satélite está unido a una
computadora central se pueden recuperar capacidades perdidas como el movimiento
de piernas, brazos, y la capacidad de devolverle a las personas la capacidad de
sentir emociones y ejercitar sentimientos. Warwick aseguró que esto es posible
gracias a Máquina de Interfase cerebral o un complicado programa o software que
intercambiaría, reconocería y controlaría impulsos eléctricos del cuerpo humano
responsables de las funciones básicas del ser humano o las más complejas como
las mismas emociones. El profesor aseguró que estas tecnologías pudieran estar
disponibles mucho más rápido de lo que se espera ya que usarían las mismas
antenas de teléfono y sistemas inalámbricos que ya existen en todas las
ciudades para el beneficio de los que posean los implantes en sus cuerpos. De
esta manera se lograría la conexión microchip-antena-satélite-computadora
central mundial para favorecer a los humanos. Sin duda alguna que el futuro es
muy prometedor y más ahora que se suma a todo esto los adelantos de la
nanotecnología y la creación de máquinas a tamaños diminutos...”. –seguía
la noticia.
Christopher
por un momento perdió el olfato de su comida quedando impactado por la
interesante noticia.
–¡Auch! –dijo
Christopher corriendo hacia su pequeño horno que casi le quema la comida por
dejar de prestarle atención.
–Un poco más
y pierdo mi cena. –dijo Christopher hablando graciosamente con su felino. – Eh,
debes estar hambriento tu también, ¿verdad? Mangual.
Mangual su
querida mascota bengala era su fiel compañero y oidor. No le abandonaba ni en
sus caminatas de tarde cuando Christopher salía al parque a ejercitarse.
Christopher
era de cuerpo atlético y apariencia esbelta. Su cuerpo reflejaba casi cuatro
décadas de una vida dura, pero de superación. Era de origen puertorriqueño,
pero había emigrado a New York luego de graduarse de antropología cediendo ante
una tentadora oferta de una prestigiosa universidad. Borazzo siempre se
distinguió por ser un gran estudioso e investigador de todos los temas
contemporáneos. Huérfano de padre y madre a causa de una terrible enfermedad que
afectó a sus progenitores, creció solo en casa de unos abuelos que le cuidaron
hasta su partida. En la ciudad de New York y frente a la opresión social que
implicaba una ciudad llena de gente que camina de aquí para allá casi
tropezándose unos con otros en sus afanes y negocios, Christopher se encontraba
solo. A pesar de que amó a sus abuelos nunca siguió los consejos que ellos le
daban que lo animaban a buscar la compañía de Dios, antes que llegaran tiempos
difíciles y de soledad. Todavía le resonaban en su cabeza las gastadas palabras
que su abuelo le repetía a menudo: “un
hombre no estará completamente solo si tiene a Jesús en su corazón”. Sin
embargo, Borazzo no frecuentaba regularmente la iglesia ya que se sumergía en
el mar de literatura y de información que su profesión le demandaba. Se
dedicaba más a estudiar e investigar. Le resultaban incomprensibles las
palabras de los pastores de iglesias que constantemente predicaban sobre un
inminente regreso de Jesucristo el Mesías de Israel. Borazzo pensaba que los
pastores eran unos estúpidos al predicar sobre el regreso de un hombre de entre
los muertos. No sólo no creía en la resurrección, sino que se negaba a creer
que existiera tal “Mesías resucitado” ni mucho menos una “segunda venida”. A
menudo, jóvenes de iglesias constantemente invitaban a Borazo a asistir a los
servicios de culto a Dios, pero él prefería no ser identificado con los grupos
de jóvenes creyentes. Le preocupaba que sus estudiantes le identificaran como cristiano
y procuraba no ser asociado con ellos. Como si fuera poco, Christopher poseía
varios compañeros de trabajo que pertenecían al Opus Dei. De esta manera Borazo
se fue creando la idea generalizada que todos los grupos eran similares en sus
prácticas de “lavado de cerebro”. Christopher había llegado a la conclusión de
que la gran mayoría de las sectas eran dañinas. Según sus conclusiones se
trataba de la aceptación de un discurso con el cual la gente tendía a identificarse
y refugiarse por necesidades personales y luego terminaban venerando símbolos o
imágenes por los cuales les infundían admiración ocasionando identidad de grupo
y esclavitud en sus seguidores. Para él, el hecho de refugiarse en religiones y
orbes integristas era cosa de débiles, faltos de identidad, y de baja autoestima.
Así anduvo muchos años inmerso casi todo el tiempo en estudios seculares e
investigaciones. Christopher prefería mantenerse en su soledad y privacidad en
el apartamento, sin embargo, de vez en cuando hacía excepciones y salía a
conversar con vecinos y conocidos en el gran parque de la ciudad.
El insistente
timbre del teléfono le obligó a masticar rápidamente la comida y atender la
llamada.
–¿Qué estás
haciendo? –dijo una voz femenina.
–¿Y ese
milagro? –contestó Borrazo al reconocer la voz de su amiga Heda
–Eso es para
que veas que no me olvido de mis amigos. –dijo Heda de manera simpática como
tratando de provocar en Christopher alegría.
–Dime, ¿qué estás
haciendo? –preguntó Christopher.
–Nada, sólo
que iba a salir al parque en mi bicicleta y te llamó para ver si deseas
acompañarme. –dijo Heda de manera dulce.
–¿Ahora?
–preguntó Borrazo.
–Bueno, si Mangual
te lo permite y nos acompaña a mí y a Perla. –dijo Heda refiriéndose a sus
mascotas.
Sin perder
mucho tiempo, Christopher se preparó y se encontró con su amiga. De vez en
cuando ambos solían pasear a sus mascotas al aire libre muy bien protegidas en
sus portaequipajes adheridas al manillar. En aquella tarde de primavera eran muchas
las personas que pensaron igual que ellos. La acera estaba muy transitada por
aquellos que salían a ejercitarse y a compartir en la cosmopolita ciudad. Heda
llamaba mucho la atención de los muchachos del parque que admiraban su belleza
sin igual. Su cuerpo esbelto, su cabello lacio rubio, así como sus llamativos
ojos azules eran solo complementos de hermosos atributos que eran de admirar
por el sexo opuesto, y a la vez la envidia de muchas jovencitas. Heda se
encontraba entre los jóvenes que apenas cumplían los veinticinco abriles. Christopher,
aunque se sentía atraído por ella, nunca le confesaba su admiración, sino que la
guardaba en su corazón como a un amor platónico.
Heda y Christopher
se habían detenido a conversar en la grama no sin antes darle algo de libertad
a sus dos felinos para que jugaran en el pasto donde cruzaban de un lado a otro
rozando sus colas entre sus pies. Perla llamaba mucho la atención, era una
hermosa gata siamés, que llevaba tres años junto a ella.
–¡Qué bien la
estas pasando! ¡Ah, nena! –dijo Christopher dirigiéndose a Perla al verla revolcarse
en el suelo.
Pasadas unas
horas, el parque se llenaba cada vez más de deportistas y gente recreándose.
–Qué bonito
es venir al parque y ver la ciudad. –dijo Heda fijándose en la gente muy
ocupada y divertida en sus deportes, pasatiempos, y tertulias en el inmenso
parque.
Eran muchos
los que a su vista disfrutaban de deliciosos helados, otros iban y venían en
sus acostumbrados aerobismos
por las aceras. De la misma forma otros salían solo a platicar y a pasarla bien
junto con amigos.
–Ah, si no fuera
por la democracia que reina en nuestro país, este paraíso que tenemos aquí no
fuera una realidad. –dijo Christopher con tono de satisfacción.
–Oye, oye.
Los republicanos también somos buenos. –dijo Heda dándole un codazo a manera de
juego.
–Tenemos que
darle gracias a Dios que vivimos en América, la tierra de la libertad y de la
felicidad donde todo el mundo encuentra la realidad de sus sueños. –dijo Christopher
mirando aquel atardecer.
–Bueno, por
lo menos estamos con más sosiego y tranquilidad que en otros países que están
bajo las guerrillas. –dijo Heda.
–Ni lo menciones.
Sabes que por mi profesión conozco bastante de esos países donde reinan las
guerrillas y las partidas armadas que dominan territorio y aniquilan, torturan
y violan los derechos de mucha gente, como por ejemplo algunas regiones en
Colombia o Birmania. –dijo Christopher.
–Es muy
lamentable que así sea. ¿Cómo puede existir gente tan ciega que no conozcan la
libertad y solo les importe las armas, el poder, y el control sobre los demás?
–cuestionaba Heda
–Yo, lo único
que sé, es que esto es América. Ya la época de los tiros y balazos pasaron en
nuestro territorio. Por lo menos llevamos la ofensiva y el liderato sobre otras
naciones. Este es el momento cuando el poderío americano está dándose a respetar.
–dijo Christopher.
–¿Crees que
nos toque a nosotros? –preguntó Heda.
–¿Nos toque
qué? –indagó Christopher.
–La otra cara
de la moneda. Que en vez de ser nosotros los que llevan la ofensiva, seamos las
víctimas de los que hacen la guerra. –contestó Heda.
–Mira,
nuestra nación posee demasiada influencia mundial como para que eso pase. Somos
los que llevan la delantera en tecnología, progreso, adelantos y toda clase de
ciencias. ¿Crees que esto nos coloca en desventaja frente a los demás? –comentó
Christopher.
La
conversación fue interrumpida por el timbre del celular de Heda.
–Christopher,
perdona que me tenga que ir. Es que mis padres me están apurando ya que desean
que los acompañe a la iglesia evangélica esta noche. ¿Quieres venir con nosotros?
Es muy cerca de este lugar. –le invitó Heda.
–Gracias,
pero no. Tengo que terminar unos trabajos que tengo pendientes. Será en otra
ocasión. –contestó Christopher recogiendo a Perla y colocándola en la bicicleta
de su amiga.
Heda, se
despidió y se fue corriendo en su bicicleta despidiéndose de su amigo.
Christopher
se quedó un rato más en la sombra de unos arbustos contemplando el panorama.
Pasaron cerca de cuarenta y cinco minutos cuando se dirigió a un kiosco a
comprar una botella de agua para saciar su sed. Al pretender montarse en su
bicicleta se le acercó un pordiosero de la calle que portaba ropas sucias y maltratadas.
El hombre vivía de limosnas de la gente. Christopher lo notó rápidamente cuando
olfateó el mal olor que el hombre expelía.
–Señor, ¿me
regala cinco centavos? –le preguntó el pordiosero.
–No tengo.
–contestó Christopher rápidamente queriéndose desligar del barbudo viejo.
Christopher
quiso montarse tan pronto pudo en su bicicleta, luego de ajustar bien a Mangual
en su lugar. Luego de haber pedaleado dos o tres minutos se detuvo a beber de
su botella de agua. No había descansado bien cuando volvió a escuchar la voz
del anciano.
–Señor...
–dijo el pordiosero cuando fue interrumpido bruscamente por Christopher.
–¿Me estás
persiguiendo? –preguntó Christopher con expresión de molestia en su rostro–. Ya
le dije que no tengo. –le dijo de muy mal humor.
Cuando Christopher
se volteó para reprender al insistente pordiosero al cual ni siquiera había
querido mirar a la cara, fue su mayor sorpresa. Esa cara le parecía conocida.
Por un momento dudó.
–«¡No puede
ser!». –dijo Christopher para si−. ¿Us-ted? –gagueó–
¿Qué hace en esas circunstancias? –dijo incrédulo y a la vez muy confundido.
Christopher
quiso alejarse apurándose a montarse en su bicicleta e irse. Pero al darle la
espalda.
–¡Christopher!
–le llamó el hombre.
Christopher
se detuvo, pero con un rostro tan pálido como la misma acera del parque.
–Entonces,
¿es usted? –reaccionó.
Las dudas que
tenía Christopher eran ciertas. Se trataba de un viejo profesor que le había
dado conferencias de religión en Puerto Rico en décadas antes, ya que el
Vaticano le otorgaba pases temporales para ir a diferentes lugares a dar
charlas. Su nombre era Mathew. Nunca se casó y siempre se había interesado por los
hábitos religiosos entregándose a la vida sacerdotal. Pero ¿qué hacía este
hombre en situación tan deplorable? Jamás se imaginó que aquel sacerdote
estuviera ahora en aspecto de total negación y abandono. ¿Qué le habrá
sucedido? ¿Cómo llegó a la miseria? Era toda una estampida de dudas y preguntas
que hacían que el rostro de Christopher se mostrara con gran asombro y
preocupación por la condición de aquel hombre.
–¿Cómo es
posible? –preguntó Christopher con esfuerzo por el nudo en su garganta.
–Sí, soy yo.
–contestó Mathew entristecido
–No, no es
posible que un conocido mío se encuentre en tal condición. Eso no puede ser.
–dijo Christopher compadeciéndose de Mathew quien bajó su mirada como denotando
vergüenza.
–No puedo
creer que te encuentres en esta gran ciudad y mucho menos en estas condiciones.
–dijo Christopher como reprochándole–. Esto no lo permitiré, no dejaré que
usted esté pasando necesidad y mucho menos de vagabundo en la calle. –le dijo
con una expresión pragmática−. Ven conmigo, te llevaré a mi apartamento. Allí
te podrás mudar esa vieja ropa y te asearás por completo.
–Amigo, por
tu protección no me lleves a tu apartamento. –rehusó el anciano negándose a ir.
–¿Protección?
¿De quién? No me digas que tienes sentido de persecución. –dijo Christopher muy
incrédulo e insistiendo para que su amigo accediera.
Mathew
accedió a la insistente invitación de Christopher. Mientras ambos caminaban
rumbo al apartamento eran muchos los que se extrañaban que el solitario y
amargado profesor ahora parecía estarse compadeciendo de los pobres y
necesitados.
Aquel anciano
aparentaba mucha más edad en el aspecto de abandono en cual se encontraba.
Aquella sucia barba y el pelo largo y revolcado hablaban por si solo de un
descuido personal por largo tiempo y sin contar los harapos viejos que traía,
los cuales lo hacían ser despreciable a los demás.
Con ayuda,
aquel hombre de aspecto despreciable pasó de mendigo a un estado más digno. Aquella
muestra de misericordia provocó que de las sombras un hombre saliera nuevamente
a la luz.
Capítulo 4 Advertencia de una catástrofe
Capítulo 5 La autoridad del dragón
Capítulo 8 Señales y prodigios
Capítulo 10 Monstruos de aluminio
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